UPA

Jack Cooper

Me desperté sorprendido por el sonido de varios disparos cercanos. Yacía tirado en el suelo tumbado boca arriba. Al intentar incorporarme, me dio un pinchazo en el pecho. Supuse que fue por la caída tras la cual me quedé inconsciente. A pesar de todos mis esfuerzos, no recordaba dónde estaba. Analicé la habitación en la que me encontraba: era un simple cubículo de hormigón, iluminado por una tenue lámpara fluorescente que se encontraba en el centro del techo. Confuso, conseguí reunir fuerzas para levantarme, aún con un leve mareo. Me di la vuelta y me percaté de una puerta de madera: la única salida que tenía la habitación. El ambiente era húmedo, pero tenía un extraño a olor a menta. Me acerqué a la puerta, pero antes de entrar me acordé de lo que me había despertado: disparos. A juzgar por la cadencia del disparo y mi experiencia personal con armas de fuego, intuí que el fuego había sido disparado por una simple pistola. Me alejé un poco de la puerta, tembloroso y asustado. No sabía cuánto tiempo había estado en esa sala, ni cuánto iba a estar. Con valentía agarré el frío plomo de la puerta y lo giré, mostrando un pasillo como el de una entrada a cualquier piso. Sin ningún tipo de iluminación entré al corredor. Al dar los primeros pasos, el suelo rechinó, haciendo un estruendoso sonido. La puerta se cerró. Al acostumbrarme a la oscuridad pude distinguir un poco lo que había a mi alrededor. Las paredes estaban empapeladas de un amarillo pálido. A mi derecha se encontraba un perchero lleno de polvo. Parecía ser que nadie pasaba por allí desde hace años, pero estaba seguro de que había alguien más en aquella vivienda. EL pasillo era más largo de lo esperado, ampliándose más metros de los que había previsto. A mi lado del pasillo, al lado izquierdo, reposaba una mesa con una lámpara de una luz amarilla muy tenue, pero suficientemente potente para hacer brillar algo que estaba sobre la mesita de decoración. Sin demora, me acerqué a la mesita para hallar en ella el sospechoso objeto: una pistola. Toqué el cañón para comprobar si había sido utilizada recientemente. En efecto, el arma había sido disparada hace unos minutos, pues el cañón estaba caliente. Agarré la pistola y comprobé el cargador: estaba completo. ¿Cómo era posible? Si la pistola fue disparada hace poco, ¿por qué estaba el cartucho repleto de balas? Volví a insertar inmediatamente el cargador. Tras esto, se escuchó un crujido del suelo más allá del pasillo, donde la luz no intentaba ahogar la oscuridad. Apunté a la oscuridad: si había algo en el pasillo le iba a acertar seguro. De la oscuridad salieron dos manos sangrientas y una voz que vociferaba: “¡no es lo que parece!” Asustado, disparé consecutivas veces hasta escuchar que algo se desplomó en el suelo. Completamente en pánico, tiré la pistola de vuelta a la mesa y grité de desesperación. Me tapé los ojos con las manos y me puse a temblar. Hacía años que no manejaba un arma, se me había olvidado de lo poco que me gustaba usar una. Rápidamente, me dirigí a la oscuridad, donde se desplomó el cuerpo. Me tropecé con sus pies y puse mis manos sobre el pecho del ahora cadáver, manchándome las manos de sangre. Completamente fuera de control, volví a la mesita y dirigí el foco de la lámpara con las muñecas sobre el cuerpo sin vida. Analicé el resto del pasillo: había pilas, montones de cadáveres vestidos con la misma ropa. Al ver el rostro de la víctima, redirigí otra vez el foco de la lámpara de la mesita del asombro.  No podía creerlo. El cuerpo sin vida era yo. Los cadáveres sin vida no desprendían ningún olor, siempre olía a menta. Asustado, me quedé en la oscuridad al lado de mí mismo. Con ganas de llorar, me intenté limpiar las manos, me intenté limpiar las manos, pero de repente escuché el pomo de la puerta, seguido del crujido del suelo de madera.

La torre de control avisó al centro de información: “aquí torre de control, el vehículo A113 solicita un aterrizaje, cambio”. El centro de información respondió: “recibido, confirmamos el aterrizaje del vehículo A113, cambio y corto”.

Sobre la base militar aterrizaba un moderno y lujoso helicóptero perteneciente al magnate de la tecnología punta, James Amstrong, un joven rebosante de energía, alegre y brillante a la hora de hacer negocios. Recién aterrizado, el helicóptero bajó sus escaleras, por las que montos después paseó el joven empresario con su chaleco de lana rojo, su camisa blanca, su corbata y los chinos color crema que siempre llevaba. Al final de la escalera le esperaba el sargento de la base, a cargo del departamento UPA. “Bienvenido a la base, señor Amstrong”, dijo el general con su mano haciendo el saludo militar. El rico le cogió la mano de la frente y se la estrechó con mucho gusto. “Estoy realmente encantado de hacer negocios con usted”. Bruscamente, el general apartó su mano, mirándole con cara de pocos amigos. “Acompáñame”, le dijo el general a Amstrong.

Tras una vuelta muy larga por las instalaciones, ambos se metieron con dirección hacia abajo. Mientras viajaban bajo tierra, el empresario no paró de hacer preguntas: “¿por qué se llama su departamento UPA?”, “ya debería saberlo, viene de las siglas Unidad de Psicología Armamentística”. “Aquí intentamos crear soldados perfectos psicológicamente”. “¿Y cómo lo hacen?” “con ondas cerebrales, tratamientos químicos…” “Y…” “¡cállese ya, diablos!”, le respondió el general. ¿Acaso no se leyó el manual que le dimos?. Con cara de asustado, al joven no volvió a abrir la boca. Cuando llegaron a su planta, al abrirse las puertas se escucharon gritos y lamentos muy altos. “¿Vaya ambiente de locos, eh?” Dijo Amstrong con una sonrisa. El general ni le miró.

Mientras pasaban por la gran sala, el millonario se asustó con la cantidad enorme de personas que tenían reclusas. ¿De dónde sacan ustedes tanta gente? “preguntó Amstrong”. “La mayoría son vagabundos o reclusos de cárcel sin familiares, gente ilocalizable básicamente.” Todos eran iguales: altos, fuertes, con tatuajes… Y todos gritaban y se lamentaban, todos salvo un recluso al final de la sala.” “Qué le pasa a ese?” preguntó otra vez Amstrong. “ Es nuestro único recluso en estado vegetativo. Lleva así meses. Sus ondas cerebrales transmiten todo el rato lo mismo las 24 horas del día sin descanso”. Al lado de la camilla donde estaba entubado el sujeto, se hallaba un enchufe con una fragancia de menta, y en su puerta, su expediente. Amstrong lo cogió: “recluso de cárcel. Familiares: sin localizar. Motivo de condena: atraco a mano armada”. “¿Vaya pieza, no cree?” “Lo hacía por necesidad. Simplemente tuvo mala suerte en aquel incidente.” Respondió el general. “Bueno, como sea”, interrumpió el magnate, el trato es que yo les cedo mi tecnología y ustedes me dan beneficios, ¿correcto?” “Afirmativo”, respondió serio el general. “Adoro su rollo de tipo malo, general. ¿Dónde tengo que firmar?

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